
Esta primera incursión de quienes luego serían conocidos como los Superagentes, vista en retrospectiva, sienta los rasgos temáticos y estilísticos que luego, con los matices de ocasión, respetarían casi todas las entregas posteriores.
Así, los inseparables Bo, Bauleo y De Grazia encarnan la figura del héroe por partida triple, y cual émulos locales-paródicos de James Bond reparten piñas, golpes de karate, tiros y gags con dispares resultados. En lo que no se parecen mucho al apuesto exterminador de rusos es en su relación con el sexo opuesto, funcionando más bien en fase con la frustración represiva del deseo sexual tan recurrente en el cine argentino de los '70, más allá de tratarse de un film apuntado especialmente hacia un público infantil.
Por otro lado se advierten, aunque aún en forma embrionaria, los ingenios tecnológicos que conforman la logística de Olimpo y sus hombres y que los siguientes films se encargarán de desarrollar más o menos convenientemente. En el caso de la organización, no aparecen todavía los computadores, pero sí una hilera de monitores en fase y un grabador de cinta abierta que remite a varias series de TV de los '60, caso Misión Imposible. Los agentes, en tanto, usan sus pistolas con silenciador, micrófonos ocultos, se desplazan en un auto con equipo de radio y vidrios blindados y, atención, inauguran la utilización del que con el tiempo se transformaría en un ícono de la saga: el archicélebre reloj-visor, con el que los muchachos se comunican entre sí y con el Jefe de Olimpo.
Otro elemento fundante -y que como los anteriores implica un involucramiento con la Sci-Fi-, viene dado por la aparición del hombre de ciencia, siempre un bocado apetecible para los planes desmesurados de los villanos de turno. En este caso se trata del profesor Robledo, como dijimos, un ingeniero agrónomo

Claro que otros son los planes que al respecto tiene Hugo Ferrara (Ignacio Quirós), el malo de la historia, un narco cínico y afectado que se oculta tras la máscara de un reputado filántropo para cometer sus fechorías. Su objetivo, como ya mencionáramos, es secuestrar a Robledo y obligarlo a utilizar su descubrimiento en favor de sus plantaciones narcóticas.
Como buen intelectual del crimen que es, para Ferrara la muerte debe ser “artística, refinada”, y es por esto que cuando atrapa a los agentes de Olimpo les diseña un tal final: desnudos, amordazados, nuestros héroes deben contemplar frente a ellos una réplica de la Venus de Milo construida con un material “que se derrite con el aire” en un plazo de quince minutos. De ocurrir esto, la bomba que cobija la base de la obra explotaría. Por supuesto los agentes zafarán a tiempo y todo concluirá como es de esperar: liberación de papá e hija Robledo y derrota de los “quiebraley”.
De todos modos, el sádico Ferrara no está solo en esta empresa: lo acompaña una apreciable lista de secuaces (otra constante en la saga y en el género), que comienza por su esposa e incluye al amante de ésta (Juan José Camero), cómplices ambos para engañar a este malhechor devenido cornudo y quedarse con la torta; Enzo Santoni (malogrado al explotar su avioneta en intento de huida desesperada), y, entre los colaboradores de menor rango, Ricardo Lavié, Jorge Martínez y el propio Vieyra, en una de sus habituales apariciones breves, tal como lo hiciera años atrás en La Bestia Desnuda (1967) y otras gemas de su autoría.
Luego de la taquillera experiencia, el director se rehusó a realizar la secuela de la historia, la cual cedería reservándose para sí los nombres de los agentes y organización, razón por la cual los productores de las siguientes entregas se verían obligados a un rebautizo general: así, Olimpo se transformaría en Acuario, y los protagonistas en los populares y definitivos Delfín, Tiburón y Mojarrita. Pero esa ya es otra historia
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